Con Saúl aprendí a descubrir
las líneas de las manos, a besar los labios sin saber porqué. Pasaban largos
los veranos y crecía, lo nombraba y los gatos rozaban con su cola el pantalón y
el alma. Fue en el banco de san Clemente. Mientras mordía las ganas y Nacho fotografiaba
las estampas romanas, dejé de esperar. Lo escribí en El violín mojado. Cansado de aguardar dormí plácidamente sobre la
piel del mundo. De tanto repetir el nombre de Saúl el fuego aparecía.
Con Saúl aprendí todo
aquello que nunca nos enseñan -¡sabemos tan poco!-. Nos muestran apenas nada y
todo es mentira. Y sin información no hay espera, ni conocimiento, ni lecturas
mojadas en la estación de tren que nos lleva a Viterbo para rezar en el templo
de Hércules.
Con Saúl aprendí a observar
aquello que no contemplamos de la naturaleza. Detrás de la rama de encina se
encuentra el centro indudable, las hojas, como mágicas llaves, abren un
horizonte eterno para contar las estrellas.
Con Saúl aprendí a bailar a
tu lado sin rozarte. Rodeaba el destino con los brazos para seguir creciendo
entre las nubes.
Amé, mordía las ganas el día
que Loreto se marchó para siempre, dejó de esperar. Mientras se marchaba sobre la
nube alejandrina, aquella que tiene forma de poema, sonreía. Los pájaros
vinieron a la rama para consolar mi fuego, los insectos cansados subieron por
el tronco.
Esa noche bailé con Satanás.
Dante y Saúl proclamaban la tercera república de las letras. Hay que seguir creciendo.
(Roma 1984-Sevilla 1992)