Platón solía pasear con la
dialéctica. En las noches de frío resguardaba su cuello con una tela roja.
Ladra el perro, es un can de caza que nos otorga leyes sin carencia. El alma,
por el hecho de ser divina, da vueltas.
Hay seres que no existen
pero seguimos viendo, los observamos, nos acompañan en lo mejor de sí, en la falsa
presencia.
Esos seres se marchan, en
realidad se han marchado hace tiempo. Vigilan su cuerpo y habitan en esa
dialéctica que imita los presupuestos básicos.
Los gatos no me rozan. Se
han borrado las líneas de las manos. La respuesta que deben dar los buenos
poetas se fundamenta en la equidad, tan solo en la fabulación austera, en su
propia humildad. No hay miseria en el género, hay aprendices, muchos aprendices
de sabios que bailan la música de las impresiones con máscaras, sombras y humo.
Llueve. El agua disimula su
llanto entre los personajes del diálogo de Platón. María abre el paraguas y
toma la bicicleta blanca. Amanece en la opinión y el campo semántico se
convierte en vergüenza. Por favor no te marches. Clamo al agua de lluvia que se
quede. Miro las inexistentes líneas de las manos e interpreto la mística.
El chucho al que llamo
Sultán atiende, en realidad, por el nombre de Corvo. La posibilidad de
desorientación culmina. Es un desvelamiento, apenas sabiduría. Es orden
universal. Aquello que contemplas nunca es la realidad, es una imagen falsa del
pasado. El pasado no existe.