El pasado no existe. El
futuro no ha sido y, posiblemente, nunca será. El grado de cordura se contempla
por el número exacto de indolentes que acuden a tu casa en la madrugada. Se
afianza con la resolución del caos primigenio, aquello que resulta de arrojar los
cuadernos marrones al húmedo césped al amanecer.
Entre el anochecer y el
amanecer habita el presente. Enciendo y apago las luces cada vez que una mosca
merodea el libro de Platón. Esta noche he colocado un plato con azúcar en la
mesa del salón, he arrojado unas gotas de agua para que la dulzura se haga
notar.
Este tiempo que corre no es
el mío. Odio las circunstancias y las pronunciaciones. A los españoles de
España y a los no poetas. Sigo pensando que un libro de poemas con más de
cincuenta páginas es una extremaunción, como una banalidad. Y lo banal siempre
es efímero, insustancial, sin centro, sin razón de la palabra auténtica.
Paseo de la mano de Saúl con
los ojos cerrados. Huelo el mirto con las manos, el romero, la falsa pimienta,
la hierba luisa. La sensación de veracidad se provoca en el olor a tierra
húmeda. Mojo los zapatos y hasta los pantalones. Hoy llueve.
En la razón de la palabra
poética debe existir la duda, el caos, lo verosímil. De ahí que la frecuencia
de entrada de los indolentes por la puerta de casa deje el rastro de un olor a
presente. El pasado no existe. El futuro tampoco.