El universo es una conjunción de números. Todo proviene de ellos. Los
indolentes utilizaban exclusivamente el 0 y el I. Aprendí de ellos la
clasificación. Durante su estancia en la tierra logramos adaptar su lenguaje a
los números naturales comprendidos entre el 1 y el 9. El 0 no existía en
nuestra comunicación.
Todo empezó en el año 0, 1991. A partir de ese instante la probabilidad
se convirtió en esencia y su frecuencia en fenómeno.
Me resultaba muy primitivo anotar en el cuaderno marrón una sucesión de
0 y de I. La clave fue designio y los indolentes –a través de Saúl- enseñaron
su significado.
Nunca amarga el dolor si se compone de naufragios. Da igual que sean
metódicos o litúrgicos. Guardo en el cajón las veintidós maneras y explicaciones
de Saúl, anotadas en unas viejas hojas. El 0 era el 1, y así la ausencia nunca
fue interpretación.
Comencé a aplicar el 0 y el I (ya adaptados a los números naturales) a
los versos. El ritmo y el tono del poema ganaban enteros y se creaba un
verdadero circuito circular en torno al centro. Visité a Rosales, a Colinas, a
la Zambrano, a Parra, a Claudio. Comuniqué los resultados en algo de denominé “crisis de la consciencia poética”.
Entonces descubrí que debía volar. Tenía que buscar el silencio y la
soledad que la propia consciencia deseaba. Llegaron dios, Saúl, las coristas y las cantantes chinas.
Todo fue silencio y soledad. Ajeno al mundo no paseé por el mundo. A mi lado las nubes y las estrellas. Desde ese momento perdí el miedo. Saludo con holgura y nunca agacho la cabeza. Descubrí la propia histeriagrafía y, cuando hay ruidos fuera de casa, enciendo un cigarro y paseo. Vienen los gatos, todos desean rozar su cola en mis piernas. Gastaron las caderas.
A quien me diga ¡Hola!
regalo una sonrisa.