AMABA a Víctor Hugo en las
semanas de invierno. Cuando el sol acariciaba sus muslos acudía a Walter Benjamin
para conocer a personas de la alta sociedad. Estaba solo y permanecía en
silencio.
La naturaleza por encima del
ritmo, del tono, de la propia esencia. Una araña, una hormiga, un insecto
cualquiera. Te desnudabas a la luz de la luna dejando que el apetito se convirtiera
en arte. Pero Rilke lo observaba todo.
Acudo a la música para
aprender de la música la propia música. Es naturaleza viva. Pinto las tormentas
para hacerlas libres, se conforman con la vela que arde en el salón y el
reflejo de la chimenea.
Esta mañana he limpiado la
bicicleta blanca con un paño húmedo. He comprado un cartón de tabaco rubio y he
comenzado a seleccionar los libros. Llevaré a Platón, sí, a Platón.
Para evitar tener que pedir
leña, he arrojado al fuego la poesía contemporánea, todos los álogos, las
novelas y la carta de Chandos a Bacon. He reservado una eternidad de noches en
el paraíso de la pensión de siempre, junto a la calle del Prado.
He comenzado a despedirme de
los conocidos. Aquellos a quienes aún respeto y guardo un poco de cariño. Lo
hago por correo postal. Les dedico el último libro con un abrazo fuerte y una
lágrima.
Suena Lakmé. Llama el ángel negro a la puerta con los nudillos
ensangrentados. Me pongo los anillos, los dos, y doy cuerda al reloj. Dice dios que deje la manguera junto a su
árbol. Es la humedad relativa.
Pido por mis hijos y por los
demás que nunca me acojonan como lo hace la poesía. Cierro los ojos un instante
para recordar sus rostros.
El ángel negro llama
desesperadamente.