ME limité a matar hormigas con el bastón. Recostado
sobre una columna de la escalinata que daba acceso al Casino de la Exposición
del 29, los insectos subían los peldaños del frío mármol blanco de Macael. Una
a una iban cayendo aplastadas por la goma final del apoyo.
Di tres vueltas al recinto. Fumé seis cigarros. Saludé
a doce seres efímeros que decían llamarse poetas. Allí estaban algunos de los no sinceros, con su cara de angustia y
una expresividad parecida al eucalipto del vecino.
Palabra de aprendiz. Sentí vergüenza ajena, ganas de
vomitar y mucho asco. El lucimiento de un profesor universitario, la lectura
enfatizada de un no poeta y la venta
ambulante. Todo se vende, hasta el sentimiento de ignorancia.
Hoy he limpiado la goma del bastón. Tenía restos de
hormigas y de albero. He respirado la lluvia al abrir la ventana y he leído a
Juan Ramón.
Se me hizo largo el acto, largo e ineficaz. Deseaba
comprobar aquello de dejar de ser un tiempo. Pero apareció la niebla, el
laberinto abrió sus puertas del paraíso y comprendí, era de esperar, que hay
que dejar de ser siempre. Un tiempo es un engaño fingido.
Limpio la bicicleta blanca, preparo una bolsa con
libros que me gustan, un cartón de tabaco y un cuaderno marrón.
Dejar de ser para siempre. Nunca abrirán las puertas
del paraíso si vives cara a la galería de fantasmas que habitan las estancias.