UNA hormiga y una araña se han plantado a la entrada
del laberinto. Han instalado un campamento de ramas y de hojas. Pretenden guardar
la entrada ante la presencia de seres despreciables.
Mientras la hormiga recoge provisiones y ramas, la
araña frota sus patas observando a todo aquel que se acerca.
He tomado un poco de agua en un recipiente plano y se
lo he acercado. Han sonreído.
Ya están preparadas, disponen de todo cuanto
necesitan. Descansan pero se muestran vigilantes, como al acecho. Mueven la
cabeza con un ritmo pausado y constante, en un tono feliz.
Cuando llega el primer poeta, que en realidad es no poeta, le hacen una pregunta. Si
acierta podrá permanecer un mes en el centro del laberinto, mamando lo
indudable que es certero. El interesado falla. Se marcha cabizbajo por la
cancela del porche donde aparco.
La araña y la hormiga discuten sobre la dificultad de
la pregunta. Han previsto que la van a hacer más asequible ante próximas
visitas.
Acude un segundo valiente. Trae bajo el brazo sus
libros publicados y una carpeta donde archiva todas las críticas que han hecho
de su obra. Se somete a la cuestión, esta vez mucho más fácil. Pero el no poeta duda, duda mucho. Incluso
gesticula e intenta justificar la cuestión y la posible respuesta con una
sabiduría rancia y repleta de experiencia.
La duda no es acierto, es mentira, como una media verdad.
Se empeña en entrar pero la hormiga, que se muestra
violenta y despiadada, le impide el paso y lo expulsa. El lírico se marcha
entre voceríos y movimiento de brazos. De pronto vuelve corriendo. Se ha dejado
los libros y el archivador que recoge con premura. Ya marcha a lo lejos.
La hormiga y la araña llevan una eternidad a las
puertas del laberinto. Dos seres insignificantes capaces de enseñar y con
necesidad de aprender. La hormiga es la emoción, la chispa. La araña es el
tono.