LOS veranos, cuando solía
encerrarme desnudamente, leía a Schnitzler. Disfrutaba con la serenidad de un
estancamiento personal. Llegaba a hablar de manera interior con la nada. Freud, que pasaba a servirse un
poco de agua de vez en cuando, miraba la cubierta azul del libro y sonreía.
Las medias verdades también
son mentira. Si el ser humano acota la realidad a los hechos, nada es lo que parece
ser. Nietzsche fue un hombre sincero. De Hauptmann comprendí el misticismo que
es radicalidad.
En la azotea de Moguer
encontré a Rilke. Fue muy cortés y valiente. Amable. El sanatorio que habito
tiene las paredes blancas. Las voces de los internos se graban en la cabeza
como los poemas de Rilke.
Fui declarado inútil en el
servicio militar a mucha honra. No servir a tu patria es un orgullo. Mi patria
es la estancia permanente del universo, la azotea, aquellas infinitas
escaleras, el patio del colegio de Puerto Real, las macetas de la tía Juana,
las carreras por Estambul con Susana cuando nos perseguía el turco –un turco
que era negro-.
Me avisan que tengo una
llamada. Es Sófocles. Desea leerme un poema para su última tragedia. Es un
diálogo interior, una misiva que no conduce a ningún sitio.