HUBO un poeta que acertó en la respuesta. La hormiga
llamó al zorro blanco, aquel que bebe agua cada mañana en el pilón, para que
adentrara al ciudadano en el centro. Entonces el lírico se negó a entrar. La
hormiga y la araña trataron de convencerlo con argumentos sólidos, pero no
deseaba lo indudable.
Volvieron a llamarme para que intercediera. Desde el
espejo que tiene el marco verde observaba la incertidumbre. No quise librar a
nadie del mal, tampoco del bien. La justicia es un acto que comienza en domingo
y hoy es lunes.
El poeta indicó a la hormiga, a la araña, al zorro y a
todos los animales que se agolpaban a la entrada del laberinto, que no deseaba
dejar de ser. Comprendía que para ser había que dejar de ser, y no un tiempo
sino una eternidad. Pero él prefería vivir como hasta ahora, con su entorno, su
mundo y sus insinuaciones.
La araña se marchó junto al árbol de dios. Llegó cansada a través de las
encinas. Realizó unas consultas y aguardó para tomar fuerzas antes de regresar
junto a la hormiga.
La araña preguntó al poeta: ¿Mundo o vida? El poeta respondió: ¡Mundo! La hormiga interrogó: ¿Mundo
o poesía? Y el poeta indicó de nuevo: ¡Mundo!
El poeta poseía tono, y ritmo, y cadencia, y armonía.
Pero a diferencia de Séneca odiaba la virtud.
Después de cincuenta años la hormiga y la araña
proseguían a la entrada del centro indudable. Al poeta no lo recordaba nadie.