La indolencia es una carta
muy larga sin remite. Un episodio justo y verdadero, como la apreciación de
todo cuanto existe y está permitido. Busco a los gatos. Corro tras ellos. Ya
delante los observo, descargo la energía con la mirada, ellos atienden. No
debes apartar la expresión de los ojos. Los gatos ceden, siempre pierden el
espacio y la posesión.
En ese justo instante de
indolencia tomo sus colas, las acaricio, las paso por mis piernas. Siento un
escalofrío. Una inmensa emoción parecida a la que viene con la lectura de los
versos de Parra o los textos de la Zambrano. Es terror.
Desde arriba el mundo se ve
de otra manera. Los seres son minúsculos, la poesía circunstancial.
No sé nada de Saúl desde
hace semanas. No deseo llamarlo pero su ausencia provoca crispación y origen.
Paso mis manos por las cajas y saco del bolsillo las piedras.
Ocurrió en Camarinal.
Mientras ellos llegaban yo observaba sus gestos mudos, su ropa, la expresión de
los rostros. Una luz en la noche me levantó de la cama. Una luz infinita. De
pronto ni estaba allí ni en un lugar conocido. Vacilaba pero estaba seguro. No
sentí miedo solo curiosidad y necesidad de conocimiento.
Me explicaron, en boca del
indolente número 6, la esencia y la pureza. Apenas hablé, ni formulé pregunta
alguna. Observaba en silencio y soledad. Trajeron un espejo, un viejo espejo
con manchas. Sultán estaba abajo, lo escuchaba ladrar desde no sé dónde.
Circunstancial. La poesía
depende de la esencia, de la razón de la palabra auténtica, de la realidad, de
la existencia, nunca de la experiencia.
Sigo viendo a los seres
pequeños y abultados. Los indolentes me respetan y vigilan por mantener mis
actuaciones, por complacer a mis superiores.