La madrugada se ha visto
interrumpida por el llanto desesperado de un niño. Era un congojo, no concebía
esperanzas. Acudí al indolente número 30, el que ejerce la curación con las
propias manos. Sus dedos reflejaron luces, una iluminación blanca. Sin apoyar
las manos en el niño el indolente paseo las palmas por su cuerpo. El niño remitió en
su locura y siguió dormido con placidez.
Lloramos para crecer, amamos
para aprender. Y seguimos las causas que las normas contienen, la identidad personal
es miseria en sí mismo, orden universal, ausencia de reconciliación.
Siempre viene la luz en la
locura, es el tránsito estable, la gloria de la contemplación.
Aunque deseo partir la
fuerza que trasladan los indolentes me apasiona. Ellos son la esperanza, el
discurso y el orden, la auténtica poesía.
Los indolentes pretenden
enseñar aquello que empezaron, administran el razonamiento, todos nacemos de
nuestros contrarios, es el caos, lo que podía haber sido, no ser para ser.
Apenas oigo nada, falta
estabilidad, dignidad, venganza. Fumo para vaciar el cenicero de colillas.