A mediados de los años
noventa comencé a recibir señales extraordinarias. Provenían de aquellos a los
que califiqué en su día como confuso
laberinto. En un primer momento creía que eran el mismo gato con distinto
pájaro, pero no fue cierto. Mantuve con ellos varios encuentros secretos y
ajenos a Saúl.
Cada mañana me levanto peor.
El estómago, la espalda, la cadera. Como si en la noche en vez de descansar alguien
fuera tomando vida de la vida. Y la vida se apaga. Y aparece el cansancio, el
dolor y la duda. La pausa es un momento eterno donde cuentas estrellas. No me
atrevo a esperar y busco el destino en el confuso
laberinto.
Deseo conocer y acumulo
citas con aquellos que son pero no están. En el presente observo el futuro
nunca el pasado. Llamo a la nube, la que tiene forma de poema, y subimos alto,
muy alto. Sin rozar el cielo llegamos al infierno.
Nuestro único origen
proviene de los indolentes. Ellos cuidan el pájaro mientras se firma el
contrato, mientras llega el gato. Y a partir de ese momento vigilan las
palabras escritas para que sean cumplidas en su integridad.
Todos salen en algún
momento, cumplir y asumir son actos imposibles. Pero entendí el discurso y
hablé su mismo idioma. Por la mañana repasaba cada letra y cumplía con orden lo
ya establecido. Esos hechos confundieron a los indolentes. Saúl llegó al banco
de san Clemente para apartarme del camino que sigo cada día.
Aquellas manchas de mi
cuerpo, el cansancio, los cabellos en la almohada o el hueco de Luzbel en el
colchón.
Si te enfrentas a un
indolente vagarás eternamente por el mundo con el cuerpo de otros y un alma
insustancial. Es el confuso laberinto.
En cambio, si aceptas sus
indicaciones y fallas, dejas de cumplir la obligatoriedad del contrato, serás
siniestro, no sincero, no poeta.
Hay que seguir creciendo. Sonreír
y llorar. Asumir y aceptar la libertad en libertad. Baila, no dejes de bailar,
aunque no puedas.