Pregunto a Saúl si el
contrato lo modifica alguien. No recordaba las fechas que aparecen y al leerlas
me estremezco. Saúl mueve la cabeza de izquierda a derecha, una vez y otra vez.
El grado de aceptación que
posee el alma (pájaro) en el momento de la firma del contrato es inexplicable.
La aceptación se convierte en gracia, en indolencia.
Ahora debo reconocer que
nunca hubiera rubricado como pájaro a este gato. Expulso todo el fuego por los
dedos pero el papel no arde, ni siquiera se arruga. Permanece firme sobre la
piel del mundo.
Indico a Saúl que el alma no
presiente los males, ni las definiciones. Que su fórmula existe como figuran
las letras doradas en los libros de piel encuadernados de azul. Acaricio las
piedras. He tomado la blanca y la negra. Hago que choquen y ese sonido se
repite en la cabeza. Es algo permanente, como las fechas.
Araño los días, los meses,
los años. Todo es firme y siniestro, todo es vocabulario, una primera vez que
olvidas por aceptar al gato, observar como el felino se alimenta del débil
gorrión en la rama de encima. Las manos siguen ardiendo.
No recuerdas, borran de tu
interior la sabiduría y la ética. Nueva alma pura y limpia, como los versos de
Bécquer. Un indolente te acerca un contrato que ya viene firmado y aceptas. Lo
haces sin rechistar, por complacer a los superiores.
Corro hacia el mar. Molesta
la cadera. Tardo una eternidad en conseguir un destino incierto pero llego. Respiro.
Canto. Bailo. Por complacer a mis superiores soy capaz de tumbarme boca arriba.