Los indolentes existen y son
sabios. Determinan la virtud como el amor a la naturaleza, la razón como un
ejercicio de contemplación y la identidad como dejar de ser para poder ser.
Si aparecen les enseño las
líneas de mis manos y comienzo a bailar. El baile es la terapia que configura
el acuerdo entre lo justo y lo injusto.
La correspondencia que
mantengo con Saúl es muy parecida a la que fomento con Platón en los instantes
críticos. Miro las manos y las líneas viajan con las estrellas.
Escapo del faro Camarinal
para siempre. Camino hacia Bolonia. Después de un tiempo infinito llego a
Valdevaqueros. Sigo a la luz. Solo a la luz. Aparecen indolentes por todas
partes. Evitan que desvele su secreto, el misterio que se convierte en
incidente, el acontecimiento que justifica, con veracidad, que la poesía
contemporánea es divagación, errar, vagar con la vergüenza del propio secreto.
Lo miserable de la vida es abandonar las leyes, los hombres se deshumanizan,
los no poetas no responden. Desconocen la respuesta.
Las líneas de las manos van
tomando la dimensión del odio. Enrojecen las palmas. Sin paciencia tomo un
puñado de arena caliente de la playa que arrojo sobre el conocimiento. El alma
no capacita a nadie para ser expulsado al laberinto.
El indolente número 33, que
en realidad es el 6, me aguarda en la orilla sentado. Pregunta si el deseo es
memoria, si la conformidad es relación, si la opinión es algo grande o pequeño.
Utilizo la poca energía que mantengo y respondo:
La poesía es mucho más sutil.