Saúl temblaba cuando recordábamos
el primer encuentro en el banco de san Clemente. Nuestros vínculos fueron
sagrados antes y después del incidente. La admiración que sentía por el ángel
negro se iba incrementando en las conversaciones, como el ímpetu o la
justificación.
Cerraba los ojos y estaba
con él en Atenas, un diálogo filosófico inundaba la fogosidad, la idea y la
forma. Los jóvenes que se nos acercaban venían de la noble mentira, de la falsa
promesa. A ellos la dama blanca los declaraba como una causa errante, no poetas
retóricos, hijos de la filología.
No comprendían el fondo natural,
el punto de partida del camino hacia el centro, la confusión, el caos y el
lenguaje cotidiano. Nunca asimilaron el conocimiento superior. Saúl recomenzaba
y con ello su desgaste se hacía más y más pronunciado.
Saúl permanecía absorto en
sus pensamientos, en la belleza, la virtud y el orden.
Hagamos todo con identidad.
El reflejo del amanecer es eterno, las estrellas lloran en la proximidad, en la
naturaleza somos auténticos, verdaderos, maleables, la poesía se convierte en
dejar de ser, nunca en imitación.
Hay un pájaro que, en
movimiento, deja de respirar. Es el desorden y la alteración. La vida misma.