Saúl hablaba a menudo de los
universos paralelos. Le reprochaba. Insistía –y el indolente agachaba la cabeza–
que en nuestro mundo existe el confuso laberinto.
Hoy volvemos a salir, lo
hacemos de madrugada. Las estampas minúsculas de los seres que habitan se
divisan desde el cielo. No disponemos de conceptos explicables. Ni el tiempo,
ni el espacio, ni el sentido, ni la velocidad.
Saúl me acompaña en la
distancia. Vuelvo la vista atrás y existe, es, está, permanece. No desaparece.
En el banco de san Clemente
permanecí poco tiempo. Me levanté para fumar y Saúl repartía flores entre
las personas que allí estábamos. Lo veía arriba, muy lejos. Alargué la mano
muchísimo para tomar la rosa que otorgó el destino. Saúl seguía en el cielo. El
resto de los seres humanos no consiguió nunca recoger las flores.
Hoy no he encontrado los lápices.
Abrí el cajón y una reina de trébol negro me trasladó a la Vía Labicana. Al
llegar corrí hacia el parque del Colle Oppio. Miré al cielo. La figura de Saúl
seguía repartiendo flores. Eran rosas blancas.
Aquellos indolentes que
ayudaron a llevar a Sultán a la playa, el indolente violento que desapareció, el
número que apuntaba y observaba cada día en las escaleras de piedra de
Camarinal, las anotaciones en el cuaderno marrón. Buscaba una explicación. Fui aplicando
números a cada apunte, a cada expresión. Después de cuatro intentos (realmente
fueron cuatro) creí entender el significado de lo oculto.
Pero una noche tomé el
nombre de Saúl y apliqué la numeración básica a las letras del alfabeto. Pasaron
de nuevo tres intentos fallidos y al cuarto descubrí el significado.
Desde ese momento cada expresión,
cada mensaje misterioso, cada anotación, poseía una expresión numérica que se
correspondía con las letras de nuestro alfabeto. Acaricié las piedras, las
nueve piedras, y recordé a Sultán allá donde estuviere.