Los indolentes nunca llevan
encima una prenda amarilla, ni roja, ni malva. Prefieren el gris y el marrón
para pasar entre la multitud sin dejar rastro.
El rastro es la endeblez de
los pseudopoetas. Se deja olvidado en los estantes repletos de libros. Pero no
soy distinguido ni razonable. Me encuentro en desventaja con ellos. Mientras
contemplo fijamente a las nubes y bailo, ellos crean filigranas verbales y
reseñas que se envían mutuamente por agradecimiento e interés.
Si alimento la sensibilidad
con Rilke o Hölderlin o con la poesía pura, ellos sostienen un modo de
expresión básico y deficiente. No hay nada más instructivo que la existencia,
la experiencia es falsa, es un error. Es pasado.
Confié en los consejos que
Saúl transmitía. Cuando él se marchaba y me dejaba en la habitación, los anotaba
en un cuaderno negro. Los numeraba con círculos. Coloreaba los círculos con
tonos brillantes y fuertes. Pretendía dejar rastro.
Después sentía el cansancio
en todas las partes del cuerpo y del pájaro, como si me hubiesen arrojado a un
laberinto. Allí Sócrates observaba la caída. Era como un gran favor que aburre
y nunca podrá ser cumplido. Una exigencia, una depuración.
En el centro del laberinto
respiraba. A la izquierda permanece el espejo sin reflejos. La finura del
cristal es el estilo y el tono. No hay viento, ni humo.
Los pseudopoetas escriben
solo para sí mismo y los suyos, para las muchedumbres banales sin belleza.
Todos se reflejan en el espejo. Todos pisan los mosaicos de Aquilea pero no
contemplan su belleza.
Los pseudopoetas actúan por
inercia, tradición e imitación. Sin ritos ni fórmulas. Dejan rastro. El rastro
de la mentira.