El pilón agota el ruido en el caño de agua que salpica los helechos.
Ahora que amo de nuevo a Goethe, y Loreto pasa a ser un recuerdo de indolente, ahora
llueve.
He dejado de estar, he dejado de ser, me río de las reseñas y de las
críticas literarias. Paso del mundo con las dos manos y culmino un nuevo
consejo de redacción de la revista. Un consejo grandísimo, donde tienen cabida
los unos y los otros. No permanece nadie de los de antes y los nuevos figuran
con su apóstrofe.
Los indolentes irán en el área de la fábula. Los siniestros aparecerán
en el área de los no poetas, y la
vida, ¡ah la vida!, la vida no figura, en homenaje a Loreto.
Tomo con Saúl la última copa, que no la última cena, y sonrío. Lloro
de rabia inmortalizada por lo último que leo.
El amor, como la religión, llena al hombre de mierda. En el fondo de
indolencia. Aquellos que respiran volverán al abismo con la camisa nueva, con la
tela planchada y un poco de vergüenza.
Ahora que te beso y tengo ganas de ti, te alejas. Puñetera la vida que
vivo sin vivir en mí y otros recuerdos de la juventud que dejan de vivir, por
eso mismo.
Loreto era muy bella, si le hablaba despacio procreaba. Si, en cambio,
le recitabas poemas en homenaje a Bécquer, arañaba el viejo banco de madera
para hacerse notar, para dejarse ver. Loreto era sincera.
Voy perdiendo lo mismo que es aquello que uno va desgranando en la
miseria. Leo. Solo leo. Me enamoro de Goethe y de Platón. A Loreto la quise,
pero murió en un accidente de coche y su cuerpo hinchado sobre la cama de su
casa dejó de estar. Dejó de ser. ¡No te rías Loreto!