Los gatos siguen en la puerta. A veces se asoman por el cristal del
porche y comprueban que permanezco leyendo a Dante. Hace frío. Me asalta la
duda y la verosimilitud. Todos los indolentes son iguales, aunque difieran por
una información numérica que los perjudica.
El número es una impronta de la estirpe. Son quinientos. Ha comenzado
a llover. La humedad entra en casa, los gatos están fuera. No se inmutan.
Llamo a los rabilargos. Se acerca el incidente. Vuelan bajo y los
gatos no hacen nada por comerlos. Todos al fin y al cabo permanecen.
La diferencia entre conocimiento e interpretación es una duda muy
grande. Abro la ventana para respirar la humedad. La realidad es el sueño que
no puede cambiarse. Viajo hacia la luz. El agua es alimento, el fuego
desperdicio, sinrazón, crítica pública.
Tomo un poco de infierno y hablo con los indolentes, con la mente de
los indolentes. Bebo agua, toco el agua, salpico de agua toda la casa. Los
gatos se asoman de nuevo por el cristal. No hay reflejos. Delante de ellos el
gato negro, el menudo gato negro y siniestro.
Llega el acontecimiento. Lo presiento. Escribo a todos los amigos para
dejar constancia. Me despido de ellos.
Desde hace unas semanas observo el mundo y la vida con otros ojos, con
ojos de indolente. Agradezco y deseo. Sonrío y soy feliz. Permanezco.