La palabra es auténtica,
pero la palabra, la única palabra, la
verdadera. ¿Y usted va a pensar en los ignorantes, en los no sinceros, en los
no poetas, en los siniestros?
Fumo para creer en la
esperanza. Fumo para vivir en silencio y soledad, sin la necesidad de los
necios, sin el aprendizaje de falsos. La única compañía que deseo es la de las
arañas, la de los indolentes y la del ángel negro. La sombra de dios proporciona, en tardes de calor, el
argumento exacto de la melancolía.
Vivo para seguir viviendo,
para hacer de la muerte un juego de sabios que interrumpe el misterio. Prefiero
a Rilke, a Leopardi, a Hölderlin, antes que a Juan Ramón. El reto del poeta de
Moguer le resultó un experimento, sus últimos libros lo constatan.
Dejar de ser para ser es
descubrir que la literatura es mentira, que las palabras (no la palabra) son la
mentira, el palacio del hombre ignorante, la discontinuidad.
La edad nos envejece, aunque
también la edad nos condiciona. ¡No tenemos edad! Nuestra limitación es el
secreto, el acontecimiento, el incidente.
Sentado en el banco de san
Clemente recibí una visita importante. No fue una premonición. Pude tocarlo,
besarlo, acariciarlo. Existía, era real, mantenía un equilibrio justo, una
existencia armónica. Era la palabra.
Los primeros encuentros con
Platón desvelaron el misterio de la espontaneidad, los sentidos se despedían
unos de otros sin darse la mano, sin manifestar la irrealidad.
Roma, 1984, diciembre. Veinte
años. Nunca estuve más vivo aunque ya hubiera muerto.