Los indolentes piden disculpas cada vez que leen poesía. Lo hacen con
la inmortalidad del aborrecimiento. Como hacía Baudelaire cuando alguien le
reconocía con fiestas y agasajos. Cada día agradan mucho más los inocentes.
Transmiten esa paz que es soledad y silencio, castidad, pequeñez, aislamiento.
La energía es intensidad, y a los indolentes los denomino inocentes.
Es la insensibilidad del mar, la naturaleza encantadora del faro Camarinal, un
estudio de la belleza que anoto en los cuadernos marrones con tinta solitaria.
Me siento en la terraza y un aroma miserable y literario recorre el
porche. Luzbel se asoma a la cancela pero Saúl es un arma arrojadiza y expulsa
a la repugnancia. La dama blanca, la gran dama blanca es el misterio de la voz,
la falsa diosa, la música irreversible.
Sobre la mesa observo la caja de lata. El regalo. El secreto de las
pobres mentes. Grito para intentar su apertura y consigo que se apague el
cigarro y se derrita el hielo. Sopla un viento caliente, hay levante.
La cortesía es maltrato. Es falsedad. Tomo la carpeta de gomillas
azules y leo el contrato que firmé antes de llegar a este mundo. Todo está
escrito porque todo es mentira. Nada es lo que parece ser. La destrucción
futura es el presente. Se expresa con propiedad el lenguaje en sus
limitaciones.
Kafka escribió a su padre con miedo. Nunca respondió las consultas de
magnitud. Kafka y Baudelaire agradecieron su vida, el alimento, pero no
proporcionaron un acercamiento. El templo permanecía cerrado, como el faro en
esta noche de sopor.
Las últimas páginas del contrato me hacen temblar. Toco el óleo del
cuadro que representa una cancela abierta, los trazos de Neville, las sombras
de Cobián.
La paloma se ha posado en la mano izquierda de la dama. Aquella que sujeta
con la mano derecha la pierna. Otras palomas comen en el suelo. La luz de la
farola se enciende y se apaga, como el faro.
No me gusta Apartamiento de
Juan Ramón Jiménez. Es un libro forzado. Un libro que se enciende y se apaga.
Hay ausencia de espacio, de vida, de tiempo.
Nunca hay reprobación en los textos de Platón. Él pidió disculpas.