No creo lo que
otros indican y dicen. Si tú crees en ellos falseas, reivindicas la
arbitrariedad. Pobres los ignorantes que mencionan su nombre entre otros
nombres. Acabarán vertidos como agua que cubre el pozo séptico, como el letargo
de la marmota, siniestros del ayer, no poetas de hoy.
Con El libro de Job entre las manos. Si hay
que morir que sea con ello, nunca con lo nuestro, con lo impuesto y manido.
¿Quién define los nombres? ¿Quién proclama la ausencia?
Llevan meses
los indolentes transmitiendo un estado de no gracia que asusta, como una
inspiración. Anoto los reflejos que puedo captar y escribo a mis seres
queridos. Como una leyenda. ¡Caray! Vienen a proclamar un estado de miedo. La
vieja Grecia deja su antigüedad para convertirse en invento.
Cierro los ojos
y todo arde en su propia naturalidad. Sin justificación.
En esta puta
vida nunca se indica un nombre si no es por interés o descrédito mutuo. Envidia
o sinceridad. Lo segundo no existe en la poesía contemporánea. Me apenan los
amigos que han dejado de ser amigos por ser amigos de mis enemigos.
Recito a Pedro
Páramo, a Dumas y a Platón. De fondo Parra vierte su indolencia sobre el número
1. ¡Serán carajotes los que creen ser si nunca han sido ni han dejado de ser!
Ocúltate de ti
que eres lo impropio. Abandona la esencia, la falsa esencia que ahora circula
por estos territorios.