Los primeros
años permanecí escondido, sin más ayuda que la de un dios enterrado junto a las raíces de un árbol y la compañía de un
indolente, el número 13, que mantenía el silencio y la soledad a la perfección.
Los encuentros
en el faro Camarinal resultaron extraños pero figuraban en el contrato, nada
pude hacer. Las 9 piedras las guardé en el bolsillo izquierdo del vaquero.
Cuando salía de casa me acompañaban.
Observé
indolentes donde otros solo veían gorriones. Extraños seres mudos y sin cabello
que se agrupaban y salían del mar.
Resultaron una
fuente de conocimiento desmedido y pausado, creadores de la verdad y el
misterio, de la poesía pura y auténtica, de la perfección y la indolencia.
Durante el
tiempo que el indolente número 13 habitó en casa no volvieron los rabilargos,
las arañas se marcharon a las encinas y las hormigas nunca entraban por la
puerta del porche. Francisco, el jardinero, dejó de cuidar las plantas y tuve
que dedicar muchas horas para evitar que murieran.
Miraba el reloj
constantemente, con el interés del paso del tiempo. Deseando que todo fuera
pasado, falso pasado, aquello que no existe.
La indolencia
por encima de las propias posibilidades.