Hasta los cinco años los seres pequeños desarrollan la conciencia de
manera sublime. Son capaces de oler aquello que no percibimos, escuchar sonidos
para nosotros inexistentes, o ver cosas que no distinguimos con los ojos.
En la medida que los seres pequeños crecen y se contagian de nuestro
mundo aparecen las limitaciones y la ausencia del sentido común.
Saúl me recordaba a un niño que se quedaba mirando un lugar donde
supuestamente no había nada. Él contemplaba algo.
Todos esos actos extraños provocaban en Saúl un cambio de mentalidad.
Se puede ver y se puede observar, y esos acontecimientos deben ser utilizados
para la salvedad de la indolencia, nunca para el engreimiento y la vanidad. Si
todo cuanto fueres se alimenta de silencio y soledad no temerás males. Si en
cambio buscas el amor propio hallarás la tentación de lo siniestro, darás la
mano a los cadáveres siniestros que siempre, absolutamente siempre, están
presentes y te observan.
Así Saúl recibía tentaciones, tentaciones siniestras que le apartaban
de la indolencia y la esencia, de la virtud y la verdad, del bien y del caos.
Todos los siniestros actúan ordenadamente, nunca dejan nada al azar, provocan y
sonríen.
Aproveché los momentos de expansión para explicar a Saúl que él era el
indolente, el indolente número 1. Y que sus tentaciones debían enriquecerle y
engrandecerle.
Con el paso de los días y de las estaciones Saúl fue entrando en
razón, en una lógica razón. Con la ayuda de los versos de Parra y los oficios
de Joyce, cada vez que observaba algo ajeno a mi visión manifestaba amor y absorbía
la riqueza que le proporcionaba.
Saúl permanece a mi lado. Me enseña la misión de los indolentes en la
tierra y la interpretación de cada palabra o expresión que figura en el
contrato. Alguna vez, como un niño pequeño, habla con una esquina de la cocina
donde se esconden las arañas. Pero ya no me asusta, me enriquece.