lunes, 19 de agosto de 2013

Tentaciones siniestras




Hasta los cinco años los seres pequeños desarrollan la conciencia de manera sublime. Son capaces de oler aquello que no percibimos, escuchar sonidos para nosotros inexistentes, o ver cosas que no distinguimos con los ojos.

En la medida que los seres pequeños crecen y se contagian de nuestro mundo aparecen las limitaciones y la ausencia del sentido común.

Saúl me recordaba a un niño que se quedaba mirando un lugar donde supuestamente no había nada. Él contemplaba algo.

Todos esos actos extraños provocaban en Saúl un cambio de mentalidad. Se puede ver y se puede observar, y esos acontecimientos deben ser utilizados para la salvedad de la indolencia, nunca para el engreimiento y la vanidad. Si todo cuanto fueres se alimenta de silencio y soledad no temerás males. Si en cambio buscas el amor propio hallarás la tentación de lo siniestro, darás la mano a los cadáveres siniestros que siempre, absolutamente siempre, están presentes y te observan.

Así Saúl recibía tentaciones, tentaciones siniestras que le apartaban de la indolencia y la esencia, de la virtud y la verdad, del bien y del caos. Todos los siniestros actúan ordenadamente, nunca dejan nada al azar, provocan y sonríen.

Aproveché los momentos de expansión para explicar a Saúl que él era el indolente, el indolente número 1. Y que sus tentaciones debían enriquecerle y engrandecerle.

Con el paso de los días y de las estaciones Saúl fue entrando en razón, en una lógica razón. Con la ayuda de los versos de Parra y los oficios de Joyce, cada vez que observaba algo ajeno a mi visión manifestaba amor y absorbía la riqueza que le proporcionaba.

Saúl permanece a mi lado. Me enseña la misión de los indolentes en la tierra y la interpretación de cada palabra o expresión que figura en el contrato. Alguna vez, como un niño pequeño, habla con una esquina de la cocina donde se esconden las arañas. Pero ya no me asusta, me enriquece.