Comencé a tener miedo de Saúl el día que lo encontré en la cocina
posado en la esquina donde habitan las arañas con la mirada perdida. El
indolente número 1 podía ser siniestro y lo desconocía. Aún no disponía de
argumentos, así que mi comportamiento fue el mismo de siempre. Además, desde
Roma a comienzo de los años ochenta, conocía a Saúl y a todas sus intenciones.
Tras la ventana del salón observo cómo se aleja diciembre. Se marcha
de una vez por todas, se aleja de verdad. Llueve. Esta mañana el agua salpica
los cristales, las rejas y el alma. Llena de agua y de humedad los
inconvenientes.
Decidí comportarme como si nada hubiera ocurrido y alejé el miedo de
mi vida. Saúl permanecía a mi lado como si tal cosa. Hablábamos, charlábamos, leíamos,
ejercitábamos el gusto, el tacto, el olfato, el oído y la mirada. Todo
permanecía igual. Pero en el fondo sentía un escalofrío cuando desaparecía y se
alejaba al rincón de las arañas.
Ser siniestro no es un problema. Lo es ser siniestro e indolente.
Una noche mientras dormía vino a la cabeza, de manera autónoma, la
muerte del indolente número 88. Contemplé en la memoria el dolor de sus ojos,
la antonomasia, la más importante de las características de su propia muerte.
Me levanté temprano. Saúl permanecía con su cuarto cerrado. Llegué al
árbol de dios y comencé un diálogo
con la raíces.
Todo figura en el contrato, no lo olvides.