Costaba entender a Nacho,
era especial. En Roma paseaba con su cámara de fotos y su música. En la India descubrió
el sentido de su vida, la amistad. Estuvo conmigo unos años, los ochenta
resultaron extensos como la duración de los cigarros, como las tardes absurdas
componiendo música que nunca verían la luz.
Nacho no se fiaba de Saúl.
Por más que le explicaba sus intenciones indolentes le recriminaba en los
consejos. Era pura virtud, como una insinuación permanente. Nacho se quejaba de
su mirada. Pero esos ojos transmitían paz.
La azotea de Moguer dejó
paso a la verdad. La virtud se reconoció en Roma y la verdad en el pueblo de
Juan Ramón.
Loreto ya había fallecido
cuando subí las escaleras hacia aquella azotea. Allí me esperaban Diego y Juan,
después llegó José Antonio, el de las imágenes. En el suelo, en la esquina
donde me encontraba observando las nubes, aparecieron los dos anillos. Los
perdí en Roma. Aparecieron. Desde entonces guardo los anillos en mi propia
caja. Los pongo en mis dedos cuando acudo a un acto al que acuden los
indolentes. Ellos vigilan y observan, contemplan.
Tenemos lo que hemos
firmado, debemos aquello que conocemos y queremos lo que nos acontece. Nada es
sorpresa pero todo es caos.
Hace años que no se cae el
mundo al suelo, no tengo que agacharme para recogerlo.
Bajo este cielo siniestro y
artificial intento escribir pero no puedo. Leo El libro de Job, a Epicteto y un poco de Dante. Al final seré
lector, lector de una música que nunca verá la luz. Como Nacho me considero un
incomprendido que ama la vida y la virtud. Odio cada vez más a los siniestros,
me escribe su jefe pero no creo esas palabras. Cierro los ojos y en vez de ver
sus gafas de falsa pasta observo nubes y sombras.
Todo son nubes y sombras.
¿Quién soy yo? Pregunto al indolente número 1, pero no escucho una respuesta
fácil, aquello que deseo oír. Sigue ardiendo todo, con fuego de verdad.