Saúl acariciaba todos los días mi cadera izquierda. Tardé años en
descubrir su presencia. Tuve que esperar que se ejercitaran los sentidos
intrépidos que habitan en los sensibles.
Descubrí su presencia en Roma. Pude observarlo, hablarle, escucharle. En
la azotea de Moguer un pájaro me dijo que podía verlo. Mis acompañantes no
lograron ver ni siquiera al pájaro.
Precisamos la eternidad para poder entender, para observar, para ver,
para escuchar, para oler. En cada vida amplias algo más el raciocinio, la
segunda caja va creciendo en capacidad y la primera contiene todos y cada uno
de los contratos de las existencias.
Saúl fue bautizado en el río Tivamo. Era mayor. Tomamos un pesado autobús
desde Roma a Trieste. Nos acompañaron otros ángeles
y la gran dama blanca.
San Giovanni di Duino. Después fuimos a ver mosaicos a Aquilea. Saúl
estaba feliz. Nadie podía captar las extrañas presencias. En la basílica una
señora mayor dijo:
Vas muy bien acompañado.
Volví la cabeza para darle las gracias pero había desaparecido entre
la multitud que hacía fotos a los pavimentos.
Precisamos la eternidad para dejar de ser. Un tiempo que nunca es
pasado.