EN la rama de la encina no
hay gorriones personales, no existen los nombres ni apellidos. Todos son uno y
un solo gorrión es el universo de la esencia. Porque todo es igual y nada es
diferente. He dejado los anillos sobre la piel del mundo para poder dejar de
ser sin ser yo mismo. He perdido la llave que abre la puerta del centro y la
busco entre las hierbas aromáticas.
Sin anillos no puedo mirar a
los ojos a Pérez Galdós, ni leer a Platón, ni imaginar a los poetas con ética y
estética.
La manía es una forma de
vida cercana al laberinto. Hölderlin no estaba
loco. Los libros los agito como los medicamentos, antes del uso, mucho
antes del bocado que les doy en la lectura. Cuando los tomo entre las manos
molestan los anillos, los dos, y llamo al ángel negro para que ayude a
retirarlos.
No deseo ser gorrión,
prefiero la existencia del gusano que se arrastra por la tierra buscando su
camino en el suelo, y así poder alimentar al pájaro que, desde la rama de la
encina, todo lo divisa, todo lo sostiene.
El anillo es la justicia, la
templanza, la visibilidad de la poesía.
Los anillos aparecieron en
la azotea de Moguer. Diego, Juan, José Antonio, la imaginería, aquella variación con Arturo Toscanini de fondo –Juan
Ramón le admiraba-. La ética y la estética son similares a la creación y a la
interpretación. Mente y corazón. Ficción y mentira.
El anillo es la única verdad
posible, probable y virtuosa, como las interpretaciones de Toscanini de
Beethoven y Verdi.
Los sentidos descomponen la
realidad, la estética es miseria, las voces gritan. Quiero dejar de ser. Me
aburre la estética, me cansa la ética. Amo a las coristas, aquellas que poseen
la ética y la estética. Les daré los anillos, los dos.