EN Moguer no había laberintos. Existía,
no obstante, una encrucijada de calles que culminaban en el Ayuntamiento.
He vuelto a ir a Moguer y el blanco de
sus paredes se ha vuelto gris, el azul de su cielo es marrón y el beige de la
crema pastelera empalaga. He querido escribir en el cielo. Confundí el color
con un cuaderno débil. Pero no salió nada.
Se ha perdido la vocación del
sentimiento. Maricarmen ha envejecido
y a Juan Ramón le han dado el carné del partido. Ahora es hijo honorario.
Decía Anaximandro que la generación
provoca también la destrucción. Y así ha sido. Apártate de aquello que huele a
disciplina, a configuración, a adjetivo. Un nombre y un verbo. La única verdad.
Y con Anaximandro Tales, y de lo uno lo opuesto. Y la generación será la
alteración.
¡Qué pena de literatura! Unos van y
otros vienen, del frío al calor y de la esfera al círculo.
Procuro apartarme del círculo. Lo evito.
Ya no paseo con las manos en los bolsillos, no puedo, debo esquivar el mirto,
la lavanda y el romero, para encontrar la entrada al laberinto. Los fragmentos
del marco verde del espejo permanecen en el suelo.
Fumo para evitar que me confundan.
Expulso el humo que nunca reporta beneficios. Y a la poesía le dedico, al
menos, cuatro estaciones.