ARDEN los
troncos de encina en la chimenea. Los pido pequeños y delgados aunque tenga que
introducir muchos una vez y otra vez. Resulta más fácil que prendan y la base,
sobre la ceniza, se vuelve naranja y ardiente.
En los troncos
de encina suele haber vida, diminutos bichos que gritan en el fuego. También
hay vegetación pegada a la corteza. Me decía un carpintero hace días que la
madera tarda mucho en morir, que es secarse completamente. La savia permanece
un tiempo extremo. Es el fluido de la vida.
En casa la
humedad desaparece con el fuego. Habito en el infierno. Las hojas del cuaderno
se doblan y se oxidan.
Desde la
ventana observo la entrada al laberinto. Más adentro del centro todavía. Del
centro indudable. He tomado cariño al espejo. Si me reflejo no aparece nada,
solo troncos de encinas con bichos y con musgo. La llama naranja de la chimenea
te acerca a la meditación.
Suena Mozart.
Leo a Parra y a
Novalis. Amo a Platón.
¿Por qué nos
conformamos con cosas materiales? Somos inmateriales,
repito mientras configuro la sonrisa. Un golpe de humo negro se ha colado en el
salón. Venía de la chimenea. Tal vez ha caído un pájaro, o el viento. El humo
ha paseado su sorna y su desgracia. Lo he tenido de frente. He soplado, he
movido las manos para alejar al humo, no he conseguido nada. El humo se ha
instalado en el espejo, el que está frente al baño.
Suenan Jorge y
Natalia.
Leo a Rilke y a
Leopardi. Amo a Dante.