EN la
azotea de Moguer había un negro de grandes labios que se enamoró de mí. ¿O eso
fue en Estambul? Esto de estar asomado a la ventana del baño saludando a poetas
y a no poetas que se acercan a la
entrada del laberinto hace que a veces pierda la conciencia. Y la
inconsciencia.
A la
azotea subió José Antonio. Llevaba unos refrescos. Nos sentamos los cuatro
sobre el frío suelo de las losas azules, las descoloridas, y observamos el
cielo. Fue justo en el instante en que Diego comenzó a recitar “Mariposas negras” cuando perdí el anillo, la joya de metal, el aro de la vida.
Busco
el anillo desde entonces. Por todas partes. Si paseo entre el mirto o el romero
agacho la cabeza y aparto con el pie las hojas secas y los gusanos. El
laberinto de la vida es el eje central de la existencia humana. Querer y no
poder, o amar y descansar.
Comencé
a alterarme en el mes de abril. Nunca entendí la disputa que Abelardo
fabricaba. Iba ensanchando el cuello, las venas parecían estallar. Un
sinsentido figurado en la palabra hombre, ser humano o discípulo de la
mediocridad.
A
partir de ahí el cuesta abajo constante. La noticia de mi hija, el anterior
fallecimiento de mi madre que se fue asimilando y el vacío. Un gran
remordimiento por lo que podría haber sido y que ocurrió realmente.
Desde
entonces hablo poco, escribo menos y procuro traducir cualquier conversación al
idioma de los necios.
En la
lata metálica de galletas donde guardo las fotos hay dos anillos. Los escondo
por miedo. Un anillo es siempre un laberinto que debe entenderse. Borges,
Cortázar, Octavio Paz, o quizá fuera Juan de Mena. Todos están ahora en la
entrada. Miran a la enrejada ventana del baño y saludan con una sonrisa. Ha
llegado el negro.