CUANDO llegas
al centro comienza todo de nuevo. No has encontrado nada. Debes adentrarte en
el laberinto, aquello que impide el paso y te ejercita. Solo una persona se
encuentra en el centro del laberinto. Se llama Platón. Nadie más lo ha
conseguido. Muchos lo han intentado. No han tenido suerte.
Hay que ver el
daño que le han hecho a la literatura española los críticos afamados, los que
se lo creen y los que escriben. Han levantado catedrales sin cimientos y han
profanado su propio nombre en vano. ¡Serán imbéciles los ignorantes! Uno muy
carajote comenzó hace años a remover la esencia de la poesía española, y creó
su propio manifiesto, un cúmulo de hacedores de versos que no sabían escribir
poesía. España se llenó de mierda entonces.
El laberinto es
bellísimo. Romero, lavanda, mirto, menta. Plantas aromáticas que forman figuras
geométricas. A una altura considerable, unos dos metros. No divisas nada. La
voz de Platón se escucha a lo lejos.
El suelo del
laberinto siempre está seco. Las hormigas, las cochinitas, los escarabajos,
habitan en él. Hay gusanos que se arrastran como esos críticos de poesía. Son
naranjas, viajan despacio debido a su enorme vanidad.
El laberinto es
la búsqueda, la esencia. Como el llanto de un niño que no puede dormir en la
madrugada. El laberinto es la línea de la analogía. La superposición.
Enciendo un
cigarro, aspiro. Expulso el humo frente a las plantas del laberinto. Fumo para
descubrir que en España no existe la crítica literaria, lo que hay es humo,
humo negro y bisiesto.