MI madre tenía
un poder especial sobre las personas, era capaz de equilibrarlas. Mantenía las
constantes vitales con la mera respiración. Cada día la visitaba en su casa de
Marqués del Nervión, le daba el beso en la frente y, como ambos éramos parcos
en palabras, nos mirábamos sin apenas decirnos nada. No hacía falta más. Salía de
su casa con energía hasta el día siguiente.
Hoy la he visto
guardar cola a la entrada del laberinto. Le he dicho: ¿Qué haces tú aquí? Y mi madre ha mirado sin mediar palabra alguna.
Llevo toda la
noche pensando cuál era el motivo de la presencia de Esperanza junto a la
lavanda y el mirto. Tal vez la cercanía de mi presencia o tal vez el
descubrimiento de saber lo desconocido. Mi madre tenía mucho miedo a los
espejos, era supersticiosa. Odiaba que las cosas se rompieran.
Guardaba siempre
un trocito de todo aquello que se partía en una lata de galletas antigua.
Conservo el recipiente aunque ahora lo tengo lleno de fotografías. Los trozos
de tanto y aquello, todos rotos, los arrojé a un contenedor de basura que salió
ardiendo la noche siguiente. Fue una gamberrada.
Necesito esa
energía. Anhelo la capacidad o la virtud para efectuar mis propios actos con la
conveniencia de saberse coherente. Y sobre todo busco el equilibrio, la armonía
que es desesperación, es desconcierto.
Hoy en la
entrada del laberinto mi madre se ha encontrado con un poeta puro, recitaba a
Séneca. Mi madre ha sonreído. La he visto desde la ventana del baño. El espejo
que tenía el marco verde aguarda en el suelo un nuevo marco.