ESTO de editar
libros de poesía es una mariconada tan grande como el espejo que cuelga frente
al baño. Tratas con imbéciles que se creen poetas y hasta debes enviarle las
pruebas de autor para su regocijo. ¡Menudo disfrute!
Pero si todo es
mentira, me repito. Venderán no más de treinta ejemplares y serán protagonistas
en una noche loca de vituperio, la de la presentación. Nada más y nada menos. ¿Poesía?
Y tú me lo preguntas. ¡Vete al carajo!
Intrépido,
sonriente, maleducado, sobrio, juguetón, y hasta serbio (quise decir soberbio
pero quedaba bien aquello de Kosovo).
Veamos, este
que se las da de tonto (tonto pero veloz) las coge al vuelo. Uno te vende el
último libro fabricado en misterio. Otro una antología de no más de ciento
cincuenta páginas que elevará la esencia de la dicha. Y el último, la
traducción de un poeta ejemplar pero afín, esto es maricón. Maricón de mierda.
¡Ah, la poesía!
Si todos pensaran como Dante seguro que ardería el infierno, pero no, en el
infierno hace frío, como en el laberinto. Salgo del laberinto, entro en el
laberinto, vuelto a salir de él.
Que no se
venden más de treinta ejemplares de un libro de poesía. Ni con distribuidora.
Los poetas envían pero reclaman, y a portes pagados, que la cosa está muy mala
y no hay ni para los gastos. ¡Serán mamones!
Vete a una
librería y mira. ¿Dónde está la poesía? Siempre descafeinada, allí, junto a la
columna, en el rincón más último. Con letras de nácar puede leerse POESÍA. Y da
igual que sea de Juan Ramón o Rilke. Lo mismo da.
Es la ley de la
conspiración: tú me preguntas y yo te respondo. La verdad. Simplemente la
verdad y nada más que la verdad.