ESCUCHO a
Mozart, en vinillo. Hay ruidos de fuerza que nos hace inocentes, no hace nosotros.
A lo lejos sigo oyendo la voz de Platón en la distancia. Estoy en el laberinto,
dentro, pero no puedo llegar a su centro. Es imposible.
La imitación
nunca será conocimiento, ni siquiera poesía. La imitación es la vulgaridad, la
teoría de la reminiscencia. En Zambrano, Colinas, incluso en Juan Ramón existe
ese grado de imitación que nos aleja. En Rilke, en Leopardi, en ellos se
observa esa imitación a Platón que nos ha confundido durante toda la eternidad.
Platón sigue
hablando en el centro del laberinto. Oigo sus palabras secas y extenuadas. Son
repetitivas pero correctas. No es sabiduría es naturaleza. La misma conexión
que mantienen los críticos de poesía con los gusanos naranja de la infelicidad.
Doy un salto
muy grande. Puede más la curiosidad que el desconcierto.
Vuelvo a saltar. Se pretende estar presente con las publicaciones y éstas son
el componente del error. Silencio y soledad, ajeno al mundo, ajeno al mundo
literario, me repito mientras sigo saltando, quiero ver a Platón.
En un arrebato
de rabia cruzo entre el romero. He pasado a la zona de la lavanda. Huelo a
mirto. Platón se oye más cerca. Vuelvo a dar un salto pero nada. Araño mis
piernas y los brazos cuando cruzo entre la lavanda. Estoy cerca del centro del
laberinto, muy cerca. El mirto es más voluminoso, hace más daño a la piel.
Mucho más daño. Me arriesgo.
En el centro
del laberinto no estaba Platón. Era una imitación. Un vinilo con su voz da
vueltas y vueltas. Ahora escucho a Mozart. No está Platón. Todo es mentira.
Todo es mentira. Todo es mentira. Nada es lo que parece ser. Ni siquiera
Platón. Los otros mucho menos.