APENAS logro mantenerme
en pie. La corriente de aire que entra por la ventana del baño es comparable a
la épica griega y a los libros de Homero. Me sujeto al espejo y hago caer el
marco verde. Se ha roto.
El espejo está
intacto, incluso los biseles permanecen perfectos. ¿Somos realmente?
¿Existimos? Miro el alrededor y no hay nadie. Las sombras acogen la entrada al
laberinto. No aguarda nadie.
Nada y nadie me
acompañan. Las sombras observan y emiten un sonido muy leve, cantan como
sirenas a un Ulises cansado.
Voy recogiendo
los restos del marco verde. Una astilla se ha clavado en el dedo. La molestia
se convierte en paciencia mientras sigo escuchando la suave voz de quienes
nunca han sido.
Llevo días sin
salir de un espacio que apenas representa cuatro metros cuadrados. El codo sigue
inflamado. No recuerdo mi voz.
He dejado de
creer en los proyectos. He dejado de creer en las publicaciones. He dejado de
pensar lo que podría haber sido. He dejado de comer, de aspirar a testimonios
prometedores, de observar los simbolismos espirituales. Sigo siendo el mismo.
Los setos de
plantas que rodean el porche delantero, donde aparco el Dacia, están repletos
de abejas. El sonido ensordecedor asusta, pero ellas no atacan. Cuando acudo
por leña todas me acompañan, incluso alguna saluda a su manera.
Les he puesto
un plato de plástico con agua y azúcar. Han venido los gatos. Los puñeteros
gatos. Ya ha vuelto Lucifer a manchar las camisas.