EL espejo que
está frente al baño tiene un grueso marco verde. Posee el cristal biselado. Es
una antigüedad que adquirí en Portobello. Se lo compré a un indio muy brillante. También estaba biselado.
Con la ventana del baño abierta se refleja en el espejo la entrada al
laberinto. Muchos días me limito a observar, desde el espejo, a todos los
personajes que intentan acceder a su centro. Como si de una calle transitada se
tratase, las almas pasean y vuelven a marcharse ante la temida imposibilidad.
Cicerón me ha acompañado en esta tarde. Llovía intensamente. Siempre
llueve en abril.
La llama de la chimenea se apaga. Corro a por leña y saludo a las almas
que guardan cola para entrar en el laberinto. El jardín se ha convertido en una
ocupación pacífica. No hay argumentos. Almas en pena.
El espejo guarda un secreto efímero. Nunca refleja el rostro de su
dueño. El indio me dijo que su antiguo propietario era poeta, pero poeta puro.
Ahogó sus contratiempos ante el pobre espejo. Tanto sufrían, el poeta y el
espejo, que colmaron sus paciencias mientras biselaron el vidrio. Y así, el
desgastado marco verde pierde la tonalidad con cada verso.
Tuve que colocarlo con dos alcayatas, pesa mucho y ocupa toda una
pared. La que está frente a la puerta del baño. Hace juego con un mueble donde
dispongo de un cenicero y una vela.
Al espejo hablo de vez en cuando esperando respuesta. Él solo mira al
laberinto. El espejo es la otra entrada que posee.