CAÍ enfermo cuando permanecí en el
laberinto más tiempo de la cuenta. El proceso de recuperación de la duda es
lento y tortuoso. La duda es complicada. Si piensas que has superado el estado
crítico te equivocas.
Nunca deseé entrar en el laberinto. Fue
una fuerza interior la que impulsó los pasos. Las manos se aferraban al romero,
al mirto, a la lavanda. Entré, la mente comenzó a redactar los actos, los
pronombres, todas las insinuaciones. Circulaba la duda por encima de la cabeza
propia, la ajena era la voz de Platón y sus misterios.
En ese instante descubrí que nada
permanece, la mentira nos juzga pero no nos acerca, la mentira establece un
alimento equívoco. Como hablar de lecturas que creemos comprender y asimilamos.
Todo es mentira. Nunca has sabido la realidad de ese autor, ni la de aquel
otro. Las circunstancias son los inconvenientes y ellos nos arrastran hacia la
desesperación, al desconcierto.
Recuerdo el viaje a Turquía, el turco
que era negro, Susana y los matices, los desvíos no existían en esos
contratiempos. Recordaba también la visita al parque, Kensington Park, tumbado
en las piedras, recostado en la hierba.
Comencé a sudar. Fríamente. Ya estaba
enfermo.
Hace años acudí a un psiquiatra al que
visitaba cada quince días. Ahora lo veo diariamente. Es mi loquero. Me atiborra
de pastillas para evitar que pueda cometer una locura. Y le pregunto con la
cara de ángel negro: ¿Locura? ¿Y no será vivura?
Desde que caí enfermo he dejado de tener
frío. Paseo sin camisa por las plantas aromáticas. No importa la hora del día
ni de la noche. No tengo frío ni miedo. También he comenzado a reírme,
desmesuradamente, de los autores públicos. Los que venden no más de cincuenta
ejemplares de los libros que publican y se publicitan ellos mismos a sí mismos.
¡Qué grande es la literatura! Lo digo mientras preparo la matanza del cerdo, la
del cerdo que escribe poemas.