LA pequeña
botella de agua permanece medio vacía. Desde hace días ocupa un espacio en la
mesa junto a los libros de Rilke. No encuentro el tapón. Busco desesperado y tropiezo
con Platón en el suelo. Ha salido a respirar.
Platón habita
en la infancia, en la más absoluta madurez. Su contenido es su continente y
entre recuerdo y nostalgia permanece la vida. Solo hallaremos la cura si
volvemos a la infancia. No hay otra posibilidad.
No deseo beber
de la pequeña botella. Contemplaré el recipiente como el rostro brillante de
Platón. Él respira. Permanece en el suelo.
La respiración
del poeta en los primeros meses es alterada, como su corazón. Dormir y
alimentarse. Captar de la naturaleza todo aquello que se necesite. Descubrir el
universo en la cercanía. Observar y no mirar. Es la contemplación más pura.
Solo así
podremos alejar los males, la animadversión. La infancia no posee
contraindicaciones.
Cierro los ojos.
He vuelto al laberinto y he llevado conmigo el espejo, aquel que tenía un marco
verde. Lo he apoyado en la encima de bellotas puntiagudas. No me reflejo,
Platón en cambio emite como una luz cegadora. Ha llegado a la infancia, al
centro indudable.