ME asusté entre
tantos invitados. La cadera jugó una mala pasada y el bastón lo había dejado
en el coche. Debía haber aceptado la conversión. Tenía que haberla asumido pero
fui incapaz.
Todo cambio implica
aceptación. Es una oposición o un contraste.
Temblaba entre los bancos de madera del antiguo edificio.
Acepté hace muchos
años que las prisas son malas y que para avanzar es necesario asumir,
contemplar, dejar de vivir en sí para amar a los otros. Y es que los otros no
se dejan querer.
Amo el agua, quiero la tierra, al fuego le respeto y el aire lo soporto sin vientos. El agua en mí y sobre mí, la tierra entre los pies y las manos, el fuego alejadamente, el aire es vida y es respiración, pero sin turbulencias.
Enciendo nuevas
velas. Todas se han consumido. Cuando vuelvo a casa huele a terciopelo. El
sándalo y la vainilla se confunden con la canela y la naranja.
Sigo con
Cicerón. ¡No refutes a Bruto! Él tenía razón, hombre enérgico y brillante,
amaba los principios. Las perturbaciones del alma originan la infelicidad, la
poesía se aleja de la virtud. Felicidad y virtud son inseparables.
Celebra,
elogia, difunde la poesía, pero la poesía pura. Aquella que proviene del centro
indudable. La única que se refleja, la que habita en el laberinto. Los cuerpos
débiles facilitan la esencia. Sin aflicción ni miedo todo es verdadero. Todo emana
plenitud.
Afortunado
aquel que descienda de la especie. Ahora estoy en Fliunte. Respiro su aire
puro. No hay vientos. Paseo con Heráclides Póntico. No hay escepticismo, hay
poesía.
Olvídate de
todos, de los otros, de aquello que no venga del centro ni se refleje en el
espejo, el del marco verde. Serás feliz que es lo mismo que plácido y suave.