LA distancia
entre la casa de Marqués de Comillas y el colegio del Santo Ángel era escasa
aunque me pareciera enorme. Un edificio amortiguaba el viento de levante y el
salitre directo. Ruidos, gaviotas, vendedores de humo en las esquinas y las
mujeres camino del mercado.
He entrado en
el laberinto, vuelvo a la infancia. Llamo a mi madre pero no aparece nadie.
Siento pavor, un escalofrío que estremece la nuca y hace temblar las
extremidades.
He puesto el
disco de Platón en el gramófono que está en el centro indudable. Comienza con
una música que es causa y efecto. Miro el cielo pero no hay nada.
La distancia
que existe entre la realidad y el misterio es idéntica al volumen de las
manifestaciones, de las manifestaciones espontáneas. El silencio posee tono, y
ritmo. Hoy no aparece la cadencia.
Llamo a don
Nicanor para relatarle la impresión del sonido, su razón esquemática. Vuelvo a
mirar al cielo. Nada.
El peso de la
cartera se hace insoportable. Entro en la plaza. Veo a lo lejos el colegio. No
hay niños, ni madres. No hay nadie. Las farolas encendidas hacen llegar la
noche.
Tomo el bastón
y paseo. Puerto Real como Moguer ha dejado de oler a hierbabuena.