LAS encinas
están repletas de bellotas. Bellotas marrones. Cuando un pájaro se posa en una
rama comienzan a caer las bellotas al suelo. La caída es ruido y en el suelo
todo es humo.
Hoy la niebla
se puede cortar con un cuchillo, como
aquel que robé en las Galeries Lafayette
para abrir la baguette que degusté en
un banco a la entrada de Notre Dame. Era
alimento único.
Con Cicerón en
el centro del laberinto. Hemos invitado a Bruto. Tenemos que hablar de la
virtud.
He dicho a
Cicerón que quiero traer a Aristoxeno. Debe ayudarme a encontrar la armonía
entre las partes del cuerpo, pero no ha aceptado. Cuerpo y mente. Mente y
cuerpo. Él prefiere la virtud. Dice que la virtud es la perfección moral, la
condición para alcanzar la felicidad. Vuelvo a recriminarle. Si hablo del mito
como error acabamos en el conocimiento divino de las cosas celestes. ¡Qué complicado
es estar de acuerdo con Cicerón! ¡Cuánta verdad tiene en sus palabras!
Si Cicerón se
posa en las ramas de las encinas no caen bellotas. Fluirán hacia la eternidad
como una virtud, como la propia virtud.
No agitemos el
alma. El poeta por naturaleza busca la alteración, y así no llegamos a la
felicidad que es virtud.
Nos llaman de
la entrada. Esperan Diódoto, Asclepiades, Demócrito y el mismo Homero en
persona. Todos desean entrar. Los tomo de la mano, hago como una cadena paseando
por el laberinto. La cadena es virtud. El sufrimiento es ley suprema, la gran
veracidad.
Un pájaro con
la cabeza y el pecho negro se ha posado en el sillón del porche. Donde leo y
donde observo a la naturaleza. Se ha sentado en el alimento. Ha desaparecido la
niebla.