PASEO la leña desde el porche a la entrada de casa.
Molesta la espalda y la cadera. Utilizo una carretilla de color amarillo con la
rueda baja de presión y un chirrido ensordecedor y constante. Sigo con Barrie.
Comienzo con Hardy.
No hace frío en esta época del año y, aunque siguen cayendo
bellotas, el suelo está más limpio.
El paseo desde la entrada hasta el pilón, que sirve
de puerta al laberinto, tiene que estar brillante. Francisco acude diariamente
a retirar aquello que los visitantes arrojan a las plantas aromáticas. También
hay poetas cerdos.
Ya no queda nadie. Oscurece pronto. Dentro del
laberinto siempre hay luz, un reflejo incandescente. De Loreto me queda su
nombre, la sombra que aparece de manera fugaz de vez en cuando, y un pedazo de
ella que es como una dimensión de claridad.
La descomposición se hace invisible, pero capaz de
rodear los círculos cerrados. Los mismos valores que acompañan de un lugar
hasta el sitio original.
Recibo órdenes, razones, instrucciones de fondo que
viajan al punto de partida. La azotea de Moguer, la ventana de Barrie, este
centro del bosque que hace acopio de leña, el patio sin perfume de la tía Juana
en Marqués de Comillas. Todo viaja hasta el punto interior. Es como una
tendencia.
Intento simular pero me quedo inmóvil. No avanzo. No
lo consigo. Cultivo amistades que no convencen y no amo la pena. Voy a encender
la vela, el regalo que huele a canela y naranja.