CUANDO despierto al amanecer, en el centro del
laberinto, apenas puedo respirar. La atmósfera es rebelde y el esfuerzo se
realiza con sustancialidad. Respiro lento y poco. Me asfixio. Falta el oxigeno
y el alimento. Los libros que tengo a derecha y a izquierda están húmedos por el
rocío de la mañana. Vive la densidad.
La cadera, el codo, todas las articulaciones, acusan
la humedad. Me cuesta levantarme. Ya tardé en dormir y en coger una postura
cómoda y permanente. Cuando eso ocurre hablo con Marco Aurelio y con
Anaximandro. Ellos me entretienen, agudizan el ingenio con la sola lectura,
alimento fugaz pero constante.
Sobre las ramas de lavanda y de romero, que están muy
densas y grandes, he puesto unos cuadros. El Pérez Galdós, el Neville, los Cobián
de las bicicletas en el mar, las flores de la escuela holandesa. Cuando amanece
veo el arte. Suena Mozart. Es como si estuviera en casa pero sin chimenea y sin
contemplaciones.
Los cuadros no están derechos. Con la mano y una
rama de encina intento justificarlos. Es imposible, en los arbustos no existe
la armonía, ni el equilibrio. Mantengo la visión torcida.
Me dicen que me cuide y lo hago, pero dentro del
laberinto. Salgo de vez en cuando para saludar a aquellos que permanecen en la
cola, junto al pilón. Los abrazo lentamente, como la respiración. Y les muestro
mi cariño que siempre es verdadero. A aquellos que no deseo ver no los miro,
paso de largo, como ajenamente. Todo es literatura, todo es poesía.
Llega A. Sus ojos me saludan. Sonríe. Creo que le
gusta Mozart.