EN la Metamorfosis de Ovidio. Paso del libro
IV al XI. Y me quedo. Dice el loquero
que toda la enfermedad radica en un
complejo de conciencia, donde mi madre tenía un papel fundamental. No puedo
soportar tres dimensiones. Se quedan cortas. Vino, mucho vino. Por eso no me
gusta la poesía que se escribe ahora, es plana, aunque los demás la vean en
toda su inmensidad. No observan, no saben, no pueden. Viven en la propia
limitación.
El reflejo del
espejo también habla de estados. Poseo el número uno en mi existencia. El uno,
dice el espejo. Y ese número habita en el subconsciente, nunca en la realidad
mundana.
Me conformo en
la contemplación de la naturaleza. Habita en lo más irracional y falso, y en
ella observo lo que otros no pueden. Mantengo una conversación mental con la
naturaleza. Mi madre sigue sin responder. Hablamos en hexámetros.
Dafne se ha
apoyado sobre mi hombro. Acaricio su cabello mientras un rabilargo replica a
los Gigantes.
A punto de
salir vuelvo a tocar el espejo. No quiero huir. Deseo permanecer en este
estado. En el mundo de las percepciones. Entiendo mi infancia cuando flotaba
entre los habitantes de mi pueblo.
Creo en los
universos paralelos, en los universos simulados. Nuestra energía habita en la
poesía y ello es naturaleza, centro indudable. El confuso laberinto acercó a todo ello, confundió. La realidad era
bien distinta. ¡Claro que hay seres idénticos en este mundo! Todo está en este
mundo, todo. Pero ocurre que la mayor parte de esto no se puede observar, no se
asimila.
Vuelvo a llamar
a mi madre. Esta vez ha lanzado dos pistas: A. y S. Solo me falta encontrar a
la tercera persona, aquella que configuraría la unidad de la esencia. Hoy he
abierto los ojos. Y he visto y no he creído. ¡Era tan arbitrario!
Dice el espejo
que lo que busco está en mí. Y puede ser así pero lo omito. De momento lo
abstengo. Nada es lo que parece y todo es mentira. Vino, mucho vino.