ADMIRO la fe ciega en el lenguaje,
solo en el lenguaje. Todo lo demás dejó de existir una noche de diciembre
mientras observaba, esperaba, no podía contemplar ya que no había nada que
contemplar. Visité el paraíso en tres ocasiones. La primera fue un viernes, la
segunda un lunes y la tercera no lo recuerdo bien. No poseo testimonios.
Odio la indefinición. No la
soporto. La cantidad de tonterías que escriben o dicen los más sobrios,
aquellos se dejan ver con el perro o el libro, lo mismo da, es lo mismo.
He leído la crónica de un supuesto autor alabando a escritores. ¿A
escritores? Menciona a uno y a otro, un familiar muy cercano recibió sus favores.
¿Dónde está la literatura? Todo es mentira, nada es lo que parece ser, ni
siquiera en el subconsciente. Ni allí, es simulado.
Tengo miedo, siento pánico. Te
sientas frente a mí con la sinceridad, las manos cruzadas y una mirada baja.
Comienzas a hablar a la defensiva, como Alejandro Magno. Y cuando visito
Macedonia, me espera Plutarco a la puerta de casa, de su casa, para hablar de
retórica o del Oráculo.
Odio la falsedad, aquellos que
alaban o reprimen por formar la legitimidad. Cada día descubro un nuevo mito,
desde hoy existirán las ficciones, las excelencias y las cualidades, aunque
solo las extraordinarias. No concibo la aseveración, ni la razón. Amo el paseo
hasta la puerta del laberinto. Y me quedo ahí, en la entrada.
Estoy solo. Deseo estar solo. Odio
la compañía, la voz al oído y al necio. ¿Hay algo más perro que una mascota o
un libro falso? Si debo responder digo sí: la
poesía Javier, la poesía escrita por los necios.